Como dije en la entrada del 28 de octubre sobre El verano de los juguetes muertos, transcribo aquí la carta que Iris escribió días antes de suicidarse y escondió en un osito de peluche. Aviso que aunque al principio no lo parezca, es un texto bastante crudo y explícito, así que no puedo decir eso de "disfrútenlo", pero sí que lo comprendan y lo asimilen. Les dejo con la lectura:
Mi nombre es Iris y tengo doce años. No llegaré a cumplir los trece porque antes de que acabe el verano estaré muerta.
Sé lo que es la muerte, o al menos lo imagino. Uno se duerme y ya no se despierta. Se queda así, dormido pero sin soñar, supongo. Papá estuvo enfermo varios meses cuando yo era pequeña. Era muy fuerte, podía cortar troncos grandes con el hacha. A mí me gustaba verlo, pero él no dejaba que me acercara porque podía saltar una astilla y hacerme daño. Mientras estaba enfermo, antes de dormirse para siempre, los brazos se le encogieron, como si algo se los comiera desde dentro. Al final sólo quedaban los huesos, costillas, hombros, codos, con una pincelada de carne, y entonces se durmió. Ya no le quedaban fuerzas para seguir despierto. A mí tampoco es que me queden muchas fuerzas ya. Mamá dice que es porque no como, y tiene razón, pero cree que lo que quiero es estar delgada, como las chicas de las revistas, y en eso se equivoca. No quiero adelgazar para estar más guapa. Antes sí, pero ahora me parece una tontería. Quiero adelgazar para morir como papá. Y la verdad es que tampoco tengo hambre, así que no comer es fácil. Al menos lo era, antes de que mamá se dedicara a controlarme durante las comidas. Ahora cuesta mucho más. Tengo que fingir que me como todo lo que hay en el plato para que no se ponga pesada, pero hay trucos. A veces lo tengo mucho rato en la boca y luego lo escupo en una servilleta. O, últimamente, he aprendido que lo mejor es comerlo todo y vomitarlo luego. Una se queda limpia después de vomitar, toda esa porquería de comida va fuera y puedes respirar tranquila.
Vivo en un pueblo de los Pirineos, con mi madre y mi hermana pequeña. Inés tiene ocho años. A veces le hablo de papá y ella dice que se acuerda, pero creo que miente. Yo tenía ocho años cuando él murió y ella sólo cuatro. Creo que sólo lo recuerda delgado, como un Jesucristo, dice ella. No se acuerda del papá fuerte que cortaba troncos y se reía a carcajadas y te levantaba por los aires como si fueras una muñeca de trapo que no pesa nada. En esa época mamá también se reía más. Luego, cuando papá se durmió para siempre, empezó a rezar mucho. Todos los días. A mí me gustaba rezar, Inés y yo, las dos a la vez. Estaba bien: la catequista nos contaba cuentos de la Biblia y no me costó nada aprenderme las oraciones. Pero las hostias me daban asco. Se me pegaban al paladar y no podía tragarlas. Ni masticarlas porque es pecado. A Inés en cambio le gustaban, decía que se parecían a esa capa que cubre el turrón duro. Tengo la foto de la comunión. Estamos Inés y yo vestidas de blanco, con un lazo en el pelo. Casi ninguna de las niñas del colegio la hizo, pero a mí me gustó. Y mamá estaba contenta ese día. Sólo lloró un poco en la iglesia pero creo que fue porque estaba feliz, no triste.
Ya he contado que vivo en un pueblo pequeño, así que cada día tenemos que coger un autocar para ir al colegio. Hay que madrugar mucho, y hace un frío espantoso. A veces nieva tanto que el autocar no puede venir a buscarnos y nos quedamos sin clase. Pero ahora es verano y hace calor. En verano nos mudamos porque mamá se ocupa de la cocina en una casa de campamentos. A mí me gustaba mucho porque la casa del verano es mucho más grande, y tiene piscina, y está llena de niños. Vienen en grupos de veinte, en autocar, desde Barcelona. Y se quedan durante dos semanas. Es un rollo, porque a veces haces amigos y sabes que en unos días se van a marchar. Algunos vuelven al año siguiente y otros no. Hay un niño que se queda todo el verano, como nosotras. Mamá me ha dicho que es porque no tiene madre y porque su padre trabaja mucho, así que él pasa la mitad del verano de campamento. Con su tío, que lo dirige todo. Y los monitores que le ayudan. Yo también tengo que ayudar a mamá pero no mucho, sólo un rato en la cocina. Luego estoy libre para bañarme o participar en los juegos. Antes lo hacía pero ahora no me apetece. Y mamá no para de decirme que es porque no como. Pero no sabe nada. Vive en su cocina y no se entera de lo que pasa fuera. Sólo sabe pensar en comida, A veces la odio.
Es el tercer verano que pasamos aquí, y ya sé que no habrá un cuarto. Le he visto mirando a Inés de reojo sin que nadie se dé cuenta, Sólo yo. Tengo que hacer algo. La mira cuando se baña en la piscina y le dice cosas como: <<Te pareces mucho a tu hermana>>. Y debe de ser verdad porque todo el mundo dice lo mismo. A veces nos ponemos delante del espejo las dos, y nos observamos, y llegamos a la conclusión de que no nos parecemos tanto. Pero da igual, no quiero que ella sea su nueva muñeca. O al menos no quiero estar para verlo.
Todo empezó hace dos veranos, hacia finales del mes de julio, cuando ya sólo quedaba un grupo de niños por llegar. Siempre nos quedamos solos unos días entre un grupo y otro. Solos quiero decir mamá, Inés y yo, y el mosén y algún monitor. Esos días Inés y yo tenemos toda la piscina para nosotras. Es como si fuéramos ricas y viviéramos en una casa de esas de las series americanas. Pero a Inés no le gusta mucho el agua, así que ese día me bañaba yo sola. Me gustaba nadar y lo hacía bien. Crol, braza, espalda... todos los estilos menos mariposa, que no me salía. Por eso él se ofreció a enseñarme. Se puso al borde de la piscina y me enseñó amover los brazos y las piernas. Es bastante guapo y tiene mucha paciencia. Casi nunca se enfada, ni siquiera cuando los niños se portan mal y no le hacen caso. Estuvimos un rato, yo nadando y él al borde de la piscina, hasta que me cansé. Entonces me ayudó a salir del agua aunque no hacía falta. Era por la tarde y ya no hacía sol, así que me dijo que mejor me secaba enseguida para no resfriarme. Se puso detrás de mí, me envolvió con una toalla y empezó a secarme con ganas. Me hacía cosquillas y me reí. Él también se reía al principio. Luego ya no: me secaba más despacio y respiraba fuerte, como cuando uno está cansado. No me atreví a moverme aunque ya estaba seca del todo, pero empecé a sentirme rara. Seguía envuelta en la toalla y él me acariciaba a través de la tela. Luego metió la mano por debajo. Y entonces sí que intenté soltarme, pero no pude. Él no decía nada: Chist, aunque yo no hablaba. Luego dijo: no te haré daño. Me sorprendió porque no se me había ocurrido que pudiera hacérmelo. Su dedo iba subiendo por mi pierna, por la parte de dentro del muslo, cada vez más arriba, como una lagartija. Se paró al final del muslo y suspiró. Fueron unos segundo, el dedo se coló por el borde del bañador. Me removí. Y entonces respiró con más fuerza y me soltó.
No se lo conté a mi mamá. Ni a nadie. Tenía la sensación de que había hecho algo malo aunque no sabía muy bien qué. Y él no dijo nada más. Sólo: Ve a vestirte que es tarde, en un tono medio enfadado. Como si yo le hubiera entretenido. Como si de repente no quisiera verme más. Al día siguiente no vino a la piscina. Le vi pasar desde el agua, y le llamé: quería demostrarle que había estado practicando y que ya me salía mejor. Él me miró, muy serio, y se marchó sin decir nada. Ya no tuve más ganas de nadar y salí de la piscina. Era más temprano que el día anterior y hacía calor. Me quedé tumbada sobre la toalla, dejando que me secara el sol. Creo que esperaba verlo aparecer, pero no lo hizo. Seguro que estaba enfadado conmigo. Me dije que si volvía a secarme no sería tan tonta. Pero al día siguiente llegó ya el nuevo grupos de niños, y los demás monitores, y él ya no tuvo tiempo para las clases de natación. Yo seguí practicando todas las tardes, cuando la piscina se quedaba vacía porque los niños hacían otras actividades, y le comenté un día que ya me salía mejor. Él me sonrió y me dijo: Ya iré a verte, quiero comprobar tus progresos.
Y vino: el último día, después de que se marcharan los niños. Y me aplaudió. Yo estaba orgullosa: a mamá le daba igual si nadaba bien o no, no sabe nada de deportes, así que me puse muy contenta. Cuando salí del agua me quedé quiera, esperando que me secara. Pero él se limitó a darme la toalla. A distancia. Y luego me dijo que me merecía un premio por haberme esforzado tanto en la piscina. ¿Qué premio?, le pregunté. El sonrió. Ya lo verás. Será una sorpresa. Mañana ve a la cueva del bosque después de comer y te lo daré, ¿de acuerdo? Pero no se lo digas a Inés o también querrá uno. Era verdad. Inés siempre protesta en mi cumpleaños, cuando me hacen regalos. Protesta tanto que mi madre y mis abuelos acaban siempre comprándole algo aunque nos ea su fiesta, sino la mía. Así que no se lo dije, y al día siguiente conseguí irme sin que me viera. Tampoco se lo dije a mamá porque seguro que si lo hacía me tocaría cargar con Inés.
Eso fue hace dos veranos. Ahora ya casi nunca bajo a nadar. No tengo ganas. Sólo quiero dormir. Pero dormir de verdad, sin soñar. Le he preguntado a todos cómo se pueden evitar los sueños y nadie ha sabido explicármelo. Nadie sabe nada que sea realmente importante. Que sirva para algo de verdad. Mamá sólo sabe hacer comidas y vigilarme . Me observa cada vez que nos sentamos a comer. No la soporto. No quiero su comida. Cada vez que vomito después de comer me siento contenta. A ver si así aprende a dejarme en paz.
La cueva está a unos veinte minutos de la casa. Hay que andar cuesta arriba un buen trecho, a través del bosque, pero conozco el camino perfectamente. Cada grupo de niños hace una excursión hasta allí, así que incluso ese primer verano había ido ya cuatro veces. A veces algún monitor va antes y se esconde en ella, para asustar a los más pequeños o cosas así. Así que ese día, a la hora de la siesta, me dirigí hacia allí como habíamos quedado. Cuando llegué no vi a nadie. Las cuevas no me dan miedo, pero tampoco me apetecía entrar sola y esperé sentada en una piedra, a la sombra. Me gusta el bosque: la luz se cuela entre las ramas y hace dibujos en el suelo. Y hay un silencio que no es silencio del todo, como si tuviera música. Soplaba un poco de brisa, que era agradable después de la empinada cuesta. Miré el reloj, aunque no sabía seguro a qué hora tenía que venir. Pero no tardó. Apareció unos diez minutos después. Llevaba la mochila a la espalda y me dije que ahí dentro tenía que estar mi regalo. Él parecía nervioso y miraba hacia atrás todo el rato. Sudaba, y supuse que había venido corriendo. Se dejó caer a mi lado y casi sonrió. Yo le pregunté: ¿Me has traído el regalo? Y entonces sí sonrió de verdad. Abrió la mochila y sacó una bolsa. Espero que te guste. No estaba envuelto, así que miré hacia el interior de la bolsa. ¡Sácalo!, me dijo él. Era un biquini rosa de fresitas. Me encantó. Entonces me dijo: Póntelo. A ver si es de tu talla. Debí de dudar porque insistió: Vamos, quiero ver cómo te queda puesto. Cámbiate en la cueva si te da vergüenza. Tenía la voz ronca. Entonces no sabía que esa voz es la que le sale cuando quiere jugar o cuando se enfada. Más lenta, arrastrando las palabras. Y siempre que pone esa voz mira hacia otra lado, como si no hablara contigo. Como si fuera él quien siente vergüenza.
Fui a cambiarme y salí con el biquini puesto. Paseé arriba y abajo como hacían las modelos en las pasarelas. Me miraba de na forma que me hacía sentir guapa. Luego me dijo: Ven a sentarte a mi lado. Lo intenté pero estaba incómoda: la tierra y las piedrecitas se me clavaban en las piernas. Él sacó na toalla de la mochila y la extendió para los dos. Y nos tumbamos, y pasamos un rato mirando la luz que se filtraba a través de los árboles. Le conté mis cosas y me escuchó de verdad. Eres muy guapa, me susurró luego mientras me acariciaba el pelo. Y entonces me sentí realmente como la niña más guapa del mundo.
Escondí el biquini, tal y como él me dijo, para que Inés no lo encontrara. Mi madre lo vio, claro, y comentó que se lo habría dejado olvidado una de las niñas. Yo sonreí, pensando que, tal y como él había dicho, aquel regalo era nuestro secreto. No volví a ponermelo hasta el verano siguiente, el primer día que llegaron los monitores, pero él no se fijó. Nadé en la piscina, como había hecho el año anterior, pero él estaba ocupado con los demás y no me hizo caso. Pero después. cuando me crucé con él por el pasillo, me dijo muy serio: En la piscina hay que usar el bañador. Luego me guiñó un ojo y añadió: Pero puedes ponerte el biquini rosa cuando nos veamos en la cueva. Al fin y al cabo te lo regalé yo. No lo entendí, pero dije que sí con la cabeza. Ven mañana sobre las cuatro, me dijo en voz baja, y me cuentas qué tal te ha ido el año. Yo fui encantada porque tenía muchas cosas que contarle, cosas del colegio, y de mis amigas, pero la verdad es que casi no hablamos. Cuando llegué él ya estaba allí, sentado en la misma toalla del año anterior. Llegas tarde, me regañó, aunque no era verdad. Llevo el biquini debajo de la ropa, le dije para que no se enfadara. Entonces se rió, y comprendí que me estaba tomando el pelo, pero siguió hablando en tono enfadado. ¿Ah sí? No te creo, además de llegar tarde eres una mentirosa... Y riéndose me cogió por los hombros, y me tumbó sobre la toalla y me hizo cosquillas. ¿A ver si es verdad?, repetía, y metía las manos debajo de la ropa para ver si tocaba el biquini. Vaya, pues sí, sí que está. Yo también me reía, aunque sus manos estaban calientes. Muy calientes. Entonces se tumbó encima de mí y me acarició la cara, y me repitió que era muy guapa. Estás más guapa aún que el año pasado. Yo estaba un poco avergonzada, y notaba las mejillas rojas. ¿Tienes calor?, me preguntó. Te voy a desnudar como si fueras una muñeca, dijo sonriendo. Hablaba con aquella voz rara. Y dejé que me quitara la camiseta, y que me bajara el pantalón. Eres mi muñeca, repetía susurrando. Casi no le oía. Con una mano me acariciaba los cabellos, el brazo, me hacía cosquillas en el cuello. Cerré loa ojos. No vi nada más, pero un rato después noté un líquido caliente sobre la barriga. Abrí los ojos, asustada, y vi una mancha blanca y viscosa. Intenté moverme porque me dio asco pero él no me dejó. Chist, repetía, chist... las muñecas no hablan.
Ese verano aprendí a ser su muñeca. Las muñecas cierran los ojos y dejan que las acaricien. También se dejan coger la mano y la ponen donde les digan. Y abren la boca y lamen con la lengua aunque a veces da arcadas. Sobre todo, las buenas muñecas no cuentan nada a nadie. Obedecen. No protestan. Como las de verdad, tienen que esperar a que su dueño las coja y luego a que se canse de jugar con ellas. Es raro, quieres que jueguen contigo aunque haya juegos que no te gustan nada. Y, sobre todo, no soportas que tu dueño se olvide de ti, o te cambie por otra muñeca nueva. A finales del verano pasado, el último día que jugamos, me miró y me dijo: Estás creciendo mucho. Y al contrario que la mayoría de la gente, que lo decía sonriendo, tuve la impresión de que a él no le gustaba. Luego en mi cuarto me miré al espejo y vi que tenía razón: mi cuerpo cambiaba, me crecían los pechos... sólo un poco, pero lo suficiente para que el biquini rosa quedara pequeño. Fue entonces cuando decidí comer menos.
Este año todo ha sido distinto desde el principio. Cuando llegó me miró como si no me reconociera. Yo estaba orgullosa: gracias a que casi no probaba bocado apenas había engordado. Pero estaba más alta, eso no podía evitarlo. Y vi que él lo notaba, aunque no dijo nada. Intenté ponerme el biquini sin conseguirlo y lloré de rabia. Él ni siquiera lo mencionó, Me miraba como si no existiera, como si nunca hubiera jugado conmigo. Y cuando un día le dije que podíamos ir hasta la cueva me miró extrañado. Daba la impresión de que no sabía de qué le estaba hablando. Pero, por una vez, mi madre sirvió de algo y lo arregló todo. Comentó a los monitores lo mala estudiante que me había vuelto, lo preocupada que estaba por mí, creo que con la intención de avergonzarme. Y él asintió, y dijo: Tranquila, la ayudaremos. Yo mismo le daré clases particulares por las tardes los días que pueda. Me encantó esa idea: los dos juntos, en una habitación cerrada. Volví a sentirme especial.
El primer día le esperé sentada en el escritorio de mi cuarto, el mismo que comparto con Inés. La muy tonta se empeñó en traerse todas sus muñecas. Mientras preparaba los cuadernos y los libros, las miré y le dije: Hoy es mi turno, hoy jugará conmigo. Pero no lo hizo: estuvo un rato explicádome unos problemas de matemáticas y luego me puso unos ejercicios. Luego se acercó a la ventana y se quedó ahí. Cuando se volvió noté que algo le pasaba. Se le enturbiaban los ojos. Y me dije: Ahora. Ahora. Yo esperaba que me hablara con aquella voz ronca, que me tocara con aquellas manos calientes que al principio me daban asco. Pero él sólo se sentó y preguntó <<¿Cuántos años tiene ahora tu hermana?>>.
Le odié. Le odié con todas mis fuerzas. Antes a veces le había odiado por esas cosas que me hacía, y ahora le odiaba porque había dejado de hacerlas. Y entonces, poco a poco, vi cómo iba acercándose a Inés. Nadie más lo notó, claro. Ni siquiera ella misma. Inés puede pasarse horas jugando con sus muñecas sin enterarse de nada. No le gustan los juegos al aire libre, ni los deportes. Ni siquiera le gustan mucho los otros niños: mamá siempre dice que es demasiado solitaria. En el colegio sólo tiene una amiga y casi no se trata con nadie más. Pero él la miraba, yo lo veía. Sólo lo veía yo mientras fingía leer; mientras los ojos de mi madre me vigilaban para que comiera, yo tenía la vista puesta en Inés. Entonces decidí hacer algo. Sabía que estaba en mi mano, que los juegos de los veranos anteriores eran malos; en el colegio nos habían hablado de ello y todos habíamos puesto cara de asco. Yo incluida. Pues bien, ahora quería acabar con todo eso aunque no sabía bien cómo. Y una tarde, mientras los monitores y los niños estaban de excursión, fui a hablar con el mosén. Pensaba contárselo todo: hablarle del biquini, de los juegos en la cueva, de sus manos sudorosas, aunque me muriera de la vergüenza.
Llamé a la puerta y entré en su despacho. Y casi sin darme cuenta rompí a llorar. Lloraba de verdad, con todas mis fuerzas. Lloraba tanto que no se entendían mis palabras. Él cerró la puerta y me dijo: Cálmate, cálmate, primero llora y luego me lo cuentos todo, ¿de acuerdo? Llorar es bueno. Cuando se te acaben las lágrimas, hablaremos. Tuve la impresión de que las lágrimas no se acababan nunca: como si mi estómago fuera un nudo de nubes negras que no dejaban de soltar lluvia. Pero mucho rato después el nudo empezó a aflojarse, las lágrimas cesaron y por fin pude hablar. Se lo conté todo, sentada en una silla vieja de madera que crujía cada vez que me movía un poco. Me escuchó sin interrumpirme, haciendo sólo alguna pregunta cuando yo vacilaba. Preguntó si había hecho algo más, si había metido su cosa dentro de mí, y le dije que no. Pareció aliviado. De repente ya no tenía vergüenza, ni ganas de llorar, sólo de contarlo todo. Quería que todo el mundo supiera que yo había sido su muñeca. Cuando terminé tuve la sensación de que ya no quedaba nada dentro de mí, sólo el súbito miedo de qué iba a pasar a partir de entonces.
Pero no pasó nada. Bueno, sí, el mosén me dijo que debía tranquilizarme, que él se ocuparía de todo, que me olvidara de estas cosas. No se lo cuentes a nadie más, me dijo. Pensarán que te lo estás inventando todo. Déjalo en mis manos.
De eso hace tres días. Las clases particulares han terminado, y cuando me cruzo con él por el pasillo ni siquiera me mira. Está enfadado conmigo, lo sé. Sé que he roto las reglas de las buenas muñecas. El penúltimo grupo de niños se ha ido ya. Él también se ha marchado, pero volverá dentro de unos días. No quiero estar aquí para verlo. Quiero escapar. Irme donde nadie me encuentre y dormir para siempre.
Fin.
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